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domingo, 19 de febrero de 2017

Numen

Me reuní con ella tantas veces.

Siempre en el mismo lugar, casi a la misma hora, aunque nunca bajo las mismas circunstancias. Recurrí a ella en varios momentos de mi vida: Los más felices, los más grises, los llenos de sentimientos y los llenos de sinsabores.

Nuestra rutina era la misma, llegaba, la miraba un momento a la distancia, me acercaba a ella y comenzaba a escribir.

Mil veces le relaté mis historias, le conté mis dilemas y le grité cada que me atoraba en una obra; más nunca me regreso una palabra. Sólo me esperaba serena a que recuperara la compostura, respiraba y me sentaba de nuevo a continuar con mis novelas. Irónicamente era lo único que necesitaba, el saber que alguien estaba ahí para apoyarme, para escucharme, para convertirse en un hogar aunque fuera sólo por un momento.

Cuándo las palabras dejaban de salir de mis manos porque no encontraban coherencia en mi cabeza o cuando el inclemente clima lo exigía me levantaba deprisa y la dejaba. No sin antes despedirme de ella y agradecerle suavemente a veces con una palabra, un gesto o una sonrisa. Me gustaba verla de lejos, dándome la espalda, esperando a la siguiente persona que necesitara de ella. Nunca vi que sucediera; pero estoy seguro que fue así. Un lugar tan fascinante y perfecto nunca pasa desapercibido.

Me encantaría conocer a los demás que estuvieron con ella. Saber si los inspiraba de la misma manera, si teníamos pensamientos similares o si al menos sus obras eran tan melancólicas como las mías.

Una verdadera musa sabe darle a cada persona lo que necesita y lo trata de forma diferente; pero seguramente su esencia vive en todas nuestras obras, de una forma u otra...

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